En El Cronista, en un excelente artículo, Andrea del Río cuenta la historia de la Familia Viola, pionera en la vitivinicultura patagónica. Ellos crearon la Bodega del fin del mundo en un desierto, como era San Patricio del Chañar, Neuquén.
(...) hasta que no se visita San Patricio del Chañar es difícil tomar dimensión cabal de lo que late apasionadamente en esas impactantes aunque frías cifras: una historia de visión y de tesón protagonizada por una familia, los Viola (Julio y Graciela, sus hijos Ana y Julio), con el gen pionero en las venas; un emprendimiento que comenzó a gestarse hace apenas dos décadas en un páramo neuquino hoy reconocido mundialmente como un polo vitivinícola de excelencia; un portfolio de vinos premiados que portan el sello de Michel Rolland, el cotizado winemaker francés que aceptó el desafío de sumarse como consultor prácticamente desde los albores quiméricos del proyecto; una compañía familiar que superó una crisis de crecimiento asociándose con Eduardo Eurnekian, uno de los empresarios más importantes de la Argentina, para no sólo escalar su estrategia de negocios inicial sino, especialmente, cumplir el objetivo de posicionar a la Patagonia como uno de los grandes terruños del vino argentino del siglo XXI, misión en la que se involucró con igual pasión y compromiso Juliana del Águila, sommelier y sobrina del Rey Midas armenio para quien, también, el vino es un negocio que, como pocos, establece una conexión emocional con el origen y el legado de sangre, como lo demuestra la bodega que posee en la patria de sus ancestros.
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“En 1995, cuando todavía me dedicaba al negocio inmobiliario, compré un campo de 3.200 hectáreas en San Patricio del Chañar. Fue una inversión importante para nuestra familia, de más de u$s 3 millones. Y conste que no nos dieron financiamiento para comprar la tierra, así que vendimos todo lo que teníamos e hipotecamos el resto. Coincidió con la época de los incentivos a la incorporación de tecnología en las economías regionales para mejorar su competitividad, por lo que decidimos cambiar de foco y generar una zona frutícola en esa lonja de 18 kilómetros por 3 de ancho. Era un campo de secano, por lo que la prioridad fue proveernos de agua. Como solos no lo podíamos encarar, firmamos un joint venture con una empresa israelí y logramos implementar el que terminó siendo uno de los sistemas de riego presurizado más grandes de Sudamérica: se instalaron 6 plantas que bombean el agua equivalente a la demanda de una ciudad de 200 mil habitantes a través de una red de 400 kilómetros de acueductos subterráneos y un total de 9 mil kilómetros de mangueras de goteo, equivalente a la distancia entre Buenos Aires y Nueva York. Así transformamos el desierto en un oasis verde. Y ese fue, quizás, el momento más lindo de toda esta historia, que se convirtió en un desafío de vida”.
Con la vista clavada en la ruta, Julio Viola, fundador y propietario de Bodega del Fin del Mundo, viaja en el tiempo para relatar el big bang no sólo de la empresa familiar sino, por añadidura, de una de las zonas vitivinícolas que cambió el mapa del vino argentino y mundial. No es la primera vez que lo cuenta, desde luego. Ni es la primera vez que lo escucho. Pero hay algo –bastante– diferente cuando ese relato fluye en el lugar exacto en el cual el sueño se convirtió en propósito.
“Decidimos enfocarnos en la nueva generación de profesionales y emprendedores de aquel entonces, que tenían muy buenos ingresos y para quienes el concepto de ‘una chacra en el valle’ era atractivo. Lanzamos un modelo de unidades productivas frutícolas de última generación, con plantaciones de variedades modernas y de alta densidad, con tractores y maquinaria, más la casa para el encargado e incluso un programa de capacitación, todo en formato llave en mano. Desarrollamos casi 500 hectáreas, vendiéndolas en parcelas de entre 5 y 10 hectáreas. Neuquén siempre tuvo el complejo, bien ganado por cierto, de que depende exclusivamente del gas y el petróleo. En aquel momento, siendo gobernador Felipe Sapag, se diseñó una línea de crédito para quienes incorporaran tecnología en actividades no relacionadas con la energía. Cuando se produjo una de las tantas crisis de la fruticultura, los productores tradicionales empezaron a protestar fuertemente porque decían que nuestro modelo los iba a dejar fuera de mercado. En 1998 nos pusimos a estudiar el suelo, el clima y todas las condiciones agroecológicas para encontrar alternativas a la pera y la manzana. Así surgieron las primeras plantaciones de frutas finas, con cerezas, frambuesas y grosellas; más tres hectáreas de uva para vinificar. Paralelamente, empezamos a viajar para detectar qué tenía mejores oportunidades a nivel internacional. Coincidió con un momento de gran auge del vino en la Argentina. Y no sólo nos dimos cuenta de que había muchos potenciales inversores y compradores sino que, también, era una actividad de la que nos divertía participar”, continúa Viola, mientras la camioneta de última generación avanza hacia su Eldorado enológico.
“Así que empezamos a estudiar nuestros suelos con foco en la viticultura. En aquel momento, Pepe (José Antonio) Barría era el ingeniero agrónomo estrella en la zona, toda una eminencia. Lo había contratado una organización alemana para que, junto con el INTA, desarrollara un proyecto productivo muy innovador, así que estaba en una posición inmejorable en su carrera. Le pedí una reunión y le propuse incorporarse. Cuando me dijo que él ya estaba hecho, le repliqué: ‘Te ofrezco un desafío para esta época de tu vida. Quiero que estés a cargo de todo el proyecto. Te voy a pagar un sueldo, que no va a ser ni parecido al de los alemanes, pero te voy a dar una equis cantidad de tierra para que hagas tu emprendimiento’. Primero me dijo que estaba loco. Pero después se vino a trabajar con nosotros. Y fue uno de nuestros grandes pilares. Una de las primeras cuestiones era cómo traer, a una tierra virgen, plantas mendocinas que no tuvieran bichos ni enfermedades. Gracias a su criterio, creamos un vivero-laboratorio donde trabajamos con material absolutamente estéril para, de cada madre, hacer la reproducción y la selección de las mejores. Así terminamos sembrando 6 millones de plantas, un trabajo realmente brutal para una zona prácticamente nueva para la viticultura. Porque a 100 kilómetros de acá, en la década del ‘50, se elaboraban los mejores vinos argentinos, como el Barón de Río Negro. Hasta que, en los ‘70, la uva empezó a valer por kilo. Áreas calientes como Mendoza y San Juan producían 40 mil kilos por hectáreas, mientras que en la Patagonia no superás los 10 mil por hectárea, por cuestiones climáticas. Entonces, las bodegas rionegrinas se fundieron. Por esas cosas del destino, cuando empezamos ya había otro paradigma: importaba más la calidad que el volumen, por lo que teníamos una gran oportunidad. ¡Creo que se alinearon las estrellas! Algo parecido sucedió cuando estábamos haciendo los primeros viajes para aprender todo lo posible sobre la industria y, también, contactar a los mejores asesores. Llegamos con Graciela a un pueblito español llamado Haro, donde está el Instituto de Ciencias de la Vid y el Vino, en La Rioja. Y conocimos al por entonces presidente, un señor ya octogenario. Cuando le contamos que queríamos hacer vinos en Neuquén, nos contó que, 50 años atrás, lo había contratado un gigante de la enología francesa para mapear toda la Argentina detectando terruños. Y que su recomendación había sido una zona en la Patagonia, pero que la decisión final fue instalarse en Mendoza, donde ya había otras producciones además de una red de proveedores y transporte. Se fue a buscar un cuaderno de apuntes, que tenía guardado desde entonces… ¡Y era San Patricio del Chañar! No soy muy creyente, pero me pareció una señal”, redondea Viola, haciendo gala de un timing perfecto. Porque, junto con el sol de otoño, ya asoman sus viñedos, que representan más de la mitad de los existentes en Patagonia en términos de hectáreas y producción, doble mérito si se considera que la región significa entre el 1,5 % y el 2 % de la superficie cultivada con vides en el país desde la aparición de BDFM como player.
Un hito indiscutible en esta historia de emprendedurismo patagónico de ribetes tan épicos como la gesta de los primeros pobladores de la región, fue la incorporación de Michel Rolland, el flying winemaker más cotizado del mundo, como asesor enológico. “En 2004 viajé a Vinexpo Nueva York y me colé en una charla conjunta de Robert Parker y Michel Rolland, que eran Dios y San Pedro en ese momento. La conferencia era sobre los vinos de Burdeos, pero me llamó la atención que, un par de veces, Rolland habló de la Argentina como el lugar que sorprendería mucho a la industria con grandes vinos gracias sus condiciones agroecológicas. Decidí que lo tenía que conocer, pero era imposible acercarse a él tras la charla. Ya resignado, me fui a comer a un restaurante dentro de la feria. Cuando me senté, me di cuenta de que la mujer que estaba en la mesa de al lado era la baronesa de Rothschild, que salía en todas las revistas del rubro. ¡Y estaba con Rolland! Me presenté y le charlé tanto que me invitó a visitarlo en Burdeos unos meses después. ‘Justo voy a estar allí para esa fecha, así que agendemos una cita’, le dije. ¡Era mentira, obviamente! (risas). Si bien ya habíamos inaugurado la bodega y estábamos teniendo buena repercusión, estaba convencido de que necesitábamos que alguien como Rolland nos representara internacionalmente. Así que lo empecé a perseguir por el mundo: fui a Burdeos varias veces, viajé a los Estados Unidos, me lo ‘crucé’ en Buenos Aires. ¡Lo cortejé durante un año! Al principio eran reuniones, después compartimos cenas, me invitó a su casa… Nos fuimos haciendo amigotes, pero no lo convencía. Una vuelta, sabiendo que estaba en Mendoza, lo llamé: ‘Michel, en el aeropuerto hay un avión privado, con los motores en marcha, esperándote. Venite a la mañana, recorremos el emprendimiento, almorzamos y a la tarde te dejo otra vez en Mendoza’. Como es un tipo al que le gustan los desafíos, vino, recorrió… ¡Y se enganchó! Al año siguiente, en 2006, empezó a elaborar con nosotros. Ahí, nuestra suerte cambió para siempre”.
Alianza full life
Desde hace 43 años, Graciela Palenzuela es la coequiper todoterreno de Julio Viola. Se conocieron en la facultad de Derecho de Montevideo, una de las primeras en ser intervenidas por la dictadura cívico-militar uruguaya. Con poco más de 20 años, decidieron probar suerte en la Argentina, más precisamente en Cinco Saltos, un poblado a 5 kilómetros de la capital neuquina donde los tíos abuelos de Julio habían sido colonos pioneros en fruticultura. “Él había estudiado en un colegio inglés y justo se dio que Jugos Cipolletti, propiedad de unos parientes, había empezado a exportar a los Estados Unidos, por lo que necesitaban a alguien con dominio del idioma. Al mismo tiempo, conseguí un trabajo como administrativa, así que decidimos casarnos y quedarnos. Desde entonces, todo lo hacemos juntos”, resume Graciela en el coqueto living de su casa, donde recibe al equipo de Clase Ejecutiva la noche previa a la visita a los viñedos.
Copa de espumante en mano, fiel al protocolo sibarita que dispone celebrar el atardecer con burbujas, y mientras su marido e hijos posan para las fotos, se genera un momento especial de charla con quien ejerce un bajo perfil mediático inversamente proporcional a su protagonismo en la empresa familiar, donde está a cargo del registro de marcas, incluidas las gestiones para la creación de la Indicación Geográfica Patagonia, uno de los ejes centrales de la estrategia a largo plazo de BDFM.
“Desde el principio, con Julio nos hemos complementado de manera brutal: siempre ha sido un hombre de ideas innovadoras, casi loquísimas, y a mí los desafíos me divierten. Nunca competimos, porque las áreas de responsabilidad estuvieron bien repartidas, así que se dio una dinámica de mucho compañerismo. Hemos tenido una vida de lo más agitada, sin tiempo para aburrirnos, y creo que ese es uno de los secretos para llevar tantos años juntos. Claro que no fue un lecho de rosas: dólar barato, heladas, crisis mundiales o cenizas de un volcán… ¡Hemos vivido de todo! Pero siempre encontramos una solución porque este proyecto nos cambió la vida”, define la madre de Ana y Julio, suegra de Pedro y Mariam, abuela de Juan Pedro (11), Amalia (4), Francisco (7) y Jacinta (5). “¿Un consejo para otras mujeres líderes de empresas familiares? Lo más importante es mantenerse firmes en no llevar los temas de trabajo a los momentos de encuentro personal. Es difícil, porque mi yerno y mi nuera también trabajan en la bodega, entonces hay pasiones y preocupaciones compartidas. Cuando pienso en el legado que estamos dejando, y no me refiero a nuestra empresa en particular, sino al hecho de haber creado una nueva región para los vinos argentinos top, me siento orgullosa de nuestra familia”.
Juntos a la par
Si bien todavía no se habla explícitamente de reemplazo generacional, lo cierto es que tanto Julio como Graciela están delegando, en la práctica, muchas gestiones y decisiones en sus hijos, Ana y Julio, quienes ejercen como directores junto con Juliana Del Águila, también presidente y representante de la familia de Eduardo Eurnekian, asociada desde 2009 a la pionera gesta enológica patagónica.
Patagonia potencia
Para celebrar los 15 años transcurridos desde el corte de cintas oficial, Bodega del Fin del Mundo definió un calendario de experiencias que incluye “el lanzamiento de una edición excepcional de añadas históricas de Special Blend, el ícono de la bodega, así como actividades en los lugares más emblemáticos de la Patagonia y eventos en Buenos Aires y Neuquén”. Todo ello, alineado con una estrategia productiva y comercial de nuevo cuño, que comenzó a implementarse en 2017.
“Decidimos dejar de elaborar las etiquetas entry-level, como Ventus y Postales, porque no tiene sentido competir en un segmento donde tenemos menos competitividad que otras zonas productivas. No te olvides que una botella, así como el corcho, las cajas y otros insumos secos, viajan 800 kilómetros hasta Neuquén, por lo que los costos son mayores que en Mendoza. Como nuestros viñedos ya están en su mejor momento, decidimos enfocarnos exclusivamente en la gama media y alta. En un momento habíamos llegado a vender 9 millones de botellas: ahora estamos en 5 millones, pero de alta calidad y a un precio promedio del doble que antes en góndola”, describe Julio padre. En la misma línea, Ana agrega: “Nuestra ventaja, al final del día, se basa en que los segmentos más altos requieren una marca construida, y tanto el concepto Patagonia, que venimos posicionando hace muchos años en tanto sinónimo de vinos, como la marca BDFM, que ha sido consistente en calidad todo este tiempo, fueron el aval para que el mercado aceptara esta nueva estrategia”.
Su hermano Julio no se queda atrás: “A nivel nacional, los viñedos patagónicos representan entre el 1,5 % y el 2 % en hectáreas y producción, de los cuales tenemos la mitad. Haberlo logrado en 15 años es muy meritorio. Pero estamos decididos a que lo sea todavía más. Por eso apostamos a elaborar una escala interesante, a lograr mejor precio promedio y a que nuestras plantaciones sean 100 % premium. Hoy tenemos 85 % de tintas, con malbec, cabernet sauvignon, merlot, cabernet franc y casi 100 hectáreas de pinot noir, una alta proporción para el total del país; más un 15 % de blancas, con chardonnay, sauvignon blanc, semillón, viognier y torrontés. Para mí, BDFM es un single vineyard, porque es un bloque de viñedo del que nos abastecemos al 100 %, algo infrecuente en una bodega de nuestro tamaño”.
¿El desafío a largo plazo? Ya está en marcha y es, como impone el gen Viola, tan ambicioso como trascendente: descubrir la esencia del terruño, variedad por variedad, a través de un área de I+D que trabaja con laboratorios, universidades e incluso el Conicet para encontrar el mejor método de elaboración para cada categoría, detectar la parcela dónde se expresa mejor cada varietal, experimentar con levaduras autóctonas y realizar los análisis de datos cromatográficos para que las evaluaciones sensoriales tengan un correlato científicamente válido.
El tramo final de la visita incluye una exclusiva degustación de algunas de las joyas de la corona: el espumante brut nature de pinot noir, un blanc de noir que demuestra no sólo que esa cepa merece ser la abanderada de la Patagonia sino también lo acertado de la inversión en la puesta en marcha de una champañera, que permitiría que la categoría signifique el 20 % del negocio total; el Gran Reserva del Fin del Mundo 2015, un blend de 4 cepas (malbec, cabernet suavignon, merlot y cabernet franc) multipremiado desde su lanzamiento en 2004, al que Julio padre define como “mi vino”; y el Fin Syrah Limited Edition 2015, una tirada de apenas 2 mil botellas de una de las cepas favoritas de Eurnekian.
Anfitrión de pura cepa, Julio padre nos escolta al aeropuerto de Neuquén. El paisaje, el madrugón, el trajín y el opíparo almuerzo compartido en el restaurante de la bodega Malma habilitan una pausa de silencio cómoda, amigable. Casi tan entrañable como la autodefinición que ensayó cuando sus hijos posaban en la bodega: “¿Cuál es mi fortaleza? ¿Vos viste Forrest Gump? Bueno, creo que hay que ser un poco tonto para encarar ciertas cosas (risas). Mejor dicho: hay que ser testarudo para llevar adelante tus sueños, contra viento y marea. A mí me encantaba salir a pescar los fines de semana, ir a esquiar en invierno, ser flaquito (risas). Pero la bodega se transformó en una pasión a la que le dedico cada minuto. No me interesa imaginar cómo habría sido mi vida sin el vino. Y eso que hubo momentos de mucha zozobra, pero el balance me hace no arrepentirme ni un segundo”.
De la Bodega del Fin del Mundo (BDFM) se puede enumerar: que factura aproximadamente $ 400 millones anuales, que posee 1.000 hectáreas de viñedos propios bajo riego por goteo, incluida la Bodega Malma; que el 40,7 por ciento de sus varietales implantados corresponde a malbec, seguido por pinot noir (10,9 %), cabernet franc (2,8 %), cabernet sauvignon (18,6 %) y chardonnay (4,8 %); que exporta el 30 % de su producción a 29 países, de los Estados Unidos, México y Brasil al Reino Unido, Alemania, Holanda y Bélgica.
Copiado de La apuesta de Eurnekian: una bodega familiar de vinos premium.
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