Quizá éste sea un momento tan bueno o tan inoportuno como cualquier otro para hablar de la relación entre Borges y la política. Es paradójico y sintomático de la hipocresía intelectual de nuestra época que las actitudes políticas de un autor tan políticamente templado y distraído en ese tema como Borges se hayan llegado a convertir en un problema mayor para bastantes de sus lectores. Si creyésemos a algunos imbéciles, Borges sería uno de esos casos tristes y célebres –como Céline– de gran escritor cuya mentalidad aberrantemente reaccionaria apenas puede ser soportada en honor de sus méritos estéticos. Podríamos recordar ahora que en su adolescencia escribió poemas en elogio de la revolución de octubre; que se prodigó en dicterios contra Rosas y los tiranos; que después, a diferencia de muchos de sus amigos y contemporáneos argentinos, se decantó inequívocamente a favor de los republicanos españoles en nuestra contienda civil; que denunció con vehemencia la ambición de Hitler y penetró con profundidad en lo perverso de su programa, escribiendo las páginas admirables del Deutsches Requiem; que en 1939 afirmó en la revista Sur: “Es posible que una derrota alemana sea la ruina de Alemania; es indiscutible que su victoria sería la ruina y el envilecimiento del orbe. No me refiero al imaginario peligro de una aventura colonial sudamericana; pienso en los imitadores autóctonos, en los Uebermenschen caseros, que el inexorable azar nos depararía. Espero que los años nos traerán la venturosa aniquilación de Adolf Hitler, hijo atroz de Versalles”; que en su prólogo a De los héroes, de Thomas Carlyle (1949), observó lo siguiente: “Carlyle, hace poco más de cien años, creía percibir a su alrededor la disolución de un mundo caduco y no veía otro remedio que la abolición de los parlamentos y la entrega incondicional del poder a hombres fuertes y silenciosos. Rusia, Alemania, Italia han apurado hasta las heces el beneficio de esta universal panacea; los resultados son el servilismo, el temor, la brutalidad, la indigencia mental y la delación” (conviene recordar que cuando Borges escribió esto algunos de los que luego fueron sus detractores estaban encantados al menos con los hombres “fuertes y silenciosos” de la Unión Soviética); que señaló el resentimiento nacionalista antiinglés de los germanófilos porteños y celebró su derrota también en Sur, en una nota titulada 1941 que acaba así: “Yo pienso en Inglaterra como se piensa en una persona querida, en algo irreemplazable e individual. Es capaz de culpables indecisiones, de atroces lentitudes (tolera a Franco, tolera a las sucursales de Franco), pero es también capaz de rectificaciones y contriciones, de volver a librar, cuando la sombra de una espada cae sobre el mundo, la cíclica batalla de Waterloo”. Después de acabada la contienda mundial, a finales de 1945, un destacado militar germanófilo –el coronel Perón– se hace con el poder en Argentina: para castigarle por haber firmado diversos manifiestos antifascistas, Borges es destituido de su puesto de bibliotecario y “promovido” a inspector de pollos, gallinas y conejos en los mercados municipales. El demagogo populista distinguirá a la familia con su animadversión y un par de años después su madre y su hermana Norah serán detenidas por haber repartido propaganda antiperonista. Ciertamente no parece que esta trayectoria de más de media vida sea la de un monstruo de la ultraderecha. También es no menos cierto que el Borges maduro fue un burgués ilustrado, con poquísima simpatía por los sublevadores del pueblo, que se fue haciendo cada vez más conservador con el paso de los años y el aumento de su incapacidad física. Detestó a los montoneros guevaristas, hizo bromas de café sobre la democracia como “abuso de la estadística” y soltó deplorables boutades políticas (y sobre todo humanamente) incorrectas sobre los negros o –¡cielos!– los vascos. Es importante hacer notar que estas bobadas aparecen solamente en charlas referidas por otros o entrevistas, nunca en sus obras literarias. Por lo visto no se resistía a decir cualquier cosa que le pasara por la cabeza, si creía que iba a resultar graciosa o chocante a un auditorio complaciente (en oírla y –ay– en propalarla). Algunas de sus impertinencias son realmente divertidas: en cierta ocasión, ya semiciego, al pasar frente al cartel electoral de un partido nacionalista que exultaba “Dios, familia y propiedad” comentó a su acompañante: “¡Caramba, qué tres incomodidades!”. También consta que saludó en un principio como liberadores a Videla y compañía (error en el que también incurrieron muchos comunistas argentinos de la época), aunque luego condenó sin rodeos sus procedimientos criminales, aceptó una condecoración no buscada de manos de Pinochet durante una visita a Chile, etc... Sin duda actitudes discutibles, a veces notablemente inoportunas, poco perspicaces y hasta culpables de escasa gallardía en lo que al asunto de Pinochet se refiere, pero reveladoras, más que de convicciones reaccionarias, de un progresivo desinterés por la actualidad política y de un encierro en su privado mundo literario, fomentado por su ceguera. En el peor de los casos, nada ideológicamente más indecente que el entusiasmo de Pablo Neruda por Stalin y el comunismo soviético, o de García Márquez (y tantos otros más, algunos hasta hoy mismo) por la obtusa dictadura de Fidel Castro. No deja de ser cosa misteriosa que un homenaje de Pinochet pueda alejar del Nobel a quien se lo merecía de sobra, mientras que Castro o la orden de Lenin no hayan privado de él a otros sin duda también merecedores de ese galardón. En cualquier caso, la importancia de la ideología política en la obra de Borges es difícilmente perceptible: no fue un escritor “comprometido” (en una ocasión observó que hablar de “literatura comprometida” le resultaba tan incongruente como elogiar la “equitación protestante”) ni con la izquierda ni con la derecha, pero tampoco con el debate político mismo, que fue la verdadera religión del siglo XX. Se ocupó poco del gobierno de las personas y prácticamente nada de la administración de las cosas: en ese aspecto sí que resultó realmente reaccionario, pero mucho más por no considerar importante tener opiniones válidas que por tenerlas equivocadas. Fue en este campo un agnóstico bastante despreocupado, la actitud que más irrita a los creyentes y a los justicieros. Puede no ser una postura digna de elogio, pero tampoco me parece que deba ser execrada.
Copiado de Fernando Savater: Borges. La tiranía de las bibliotecas. Incluso copié los vínculos en el texto.
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