miércoles, enero 27, 2016

La década en que aprendimos casi todo

Un texto de Alejandro Borensztein: La década en que aprendimos casi todo

"La verdad es que estos doce años se me pasaron volando. Entre las amenazas telefónicas, las apretadas desde los más altos mandos y los agravios contra mí y toda mi familia perpetrados por la banda neofascista de propaganda facturada por Gvirtz, Spolzki y otros honorables, no tuve tiempo de aburrirme.
Es más, debo reconocer que así y todo, la pasé fenómeno.

Yo diría que la cosa se me puso un poquito más pesada sobre el final. Digamos, los últimos siete u ocho años.
En los primeros cuatro añitos de la era kirchnerista, nadie me molestó. Fueron cuatro años felices, en los que disfruté de ese simpático autoritarismo incipiente sin padecer ningún problema. Supongo que fue así porque durante esa etapa no se me dio por escribir boludeces.
Sin embargo, a la hora del balance no quisiera ser ingrato. Yo le debo muchísimo al kirchnerismo.
En principio, le debo el éxito de la página dominical y sus derivados. O sea, los honorarios que cobré por escribirla, y los dólares que pude ahorrar gracias a que este gobierno progresista me los vendió baratos, subsidiados por el Estado, los obreros y los jubilados.
También le debo la publicación de cinco libros (uno por salir). Si tuviera la suerte de que el kirchnerismo continuara haciendo de las suyas, en poco tiempo más habría publicado más libros de los que leí.
Le debo las felicitaciones domingueras de mi madre y de muchos de mis amigos, y el privilegio de saber que podré veranear en Córdoba sin peligro por el resto de mi vida. Por suerte, a El Calafate y al glaciar Perito Moreno ya fui, antes de que se deschavara que la familia Kirchner se dedicaba a la hotelería para la liberación.
Pero por sobre todas las cosas, le debo al kirchnerismo el afecto que recibo a cada paso en las calles de mi ciudad.
No se olvide amigo lector que yo vivo en la Capital Federal, donde el kirchnerismo duro, el del escrache, la resistencia, la falange de propaganda, los pibes de La Cámpora y los viejitos de Carta Abierta, no sacan más del 20% con mucha suerte y viento a favor. Por eso cuando voy a un cine o a un restaurante, siempre pienso que el 80% de los tipos que están sentados ahí, me adoran.
El kirchnerismo nos enseñó que hay una Iglesia mala y otra buena: la de Bergoglio y la de Francisco. También que para bajar la pobreza solo hay que echar a patadas al que la mide, y que progresismo es apoyar cualquier cosa que se le ocurra a una Presidenta.
Les debo el descubrimiento del Club de los Malos. Una organización perfecta que sincroniza con precisión suiza cada una de nuestras calamidades. Desde la llegada de Boudou al Gobierno hasta la elección del presidente de la AFA, pasando por las Cadenas Nacionales, la fatal decisión de llevar a Aníbal como candidato o las cajas no habilitadas en los supermercados.
Descubrimos que Strassera, Fernández Meijide, Magdalena, Morandini, Stolbizer y Lanata entre otros, son la derecha. Y que Alperovich, Jaime, De Vido, Shocklender y Barone, entre otros, son la izquierda.
Aprendimos que la guita no se cuenta sino que se pesa, y que para levantarla en pala y sin esfuerzo, sólo hay que armar un buen negocio con un alto funcionario y disfrazarlo de causa nacional y popular. Ya sea en el rubro subsidio con retorno, obra pública o pauta publicitaria oficial. La revolución se hace con guita. Si es de otro, mejor. Como dijo el Compañero Napoleón: “Para hacer la guerra hacen falta tres cosas: dinero, dinero y más dinero. Hay guerras más baratas, pero se suelen perder”.
Por supuesto, aprendimos cómo se hace para lavarla. Es facilísimo: un gomía de confianza, un buen hotel, su ruta. Lo de “su ruta” es por el dicho o por la ruta del dinero o porque justamente la joda arranca con la obra de una ruta. Hay múltiples interpretaciones posibles.
Es verdad que estas cosas, en menor medida, pasaron siempre. Pero nunca tuvimos un gobierno tan didáctico.
Nos enseñaron que el mundo ha vivido equivocado, por eso en Berlín, Los Angeles, Londres o Montevideo se vive como el orto y en Bernal la pasan fenómeno.
Y si todavía no vivimos tan bien como nos merecemos es porque en Washington, desde que se despiertan hasta que se van a dormir, no hacen otra cosa más que ocuparse de jodernos, como nos enseñó el Negro Fontanarrosa. Por suerte nuestra Presidenta los deschavó desde el primer día. Desde la operación de la CIA con la valija que traía Antonini Wilson hasta cuando desenmascaró el montaje hollywoodense del ISIS.
Aprendimos Nisman. Todo Nisman.
Aprendimos que ningún argentino necesita más ir a Mar del Plata para jugar al casino. Viva donde viva, puede hacerlo en la esquina de su casa.
Aprendimos lo que es un impostor político: un tipo que se vanagloria de haber estatizado aquello que, cuando arrancó la democracia ya era del Estado, y que luego él mismo privatizó antes de volver a estatizarlo. Sin jamás pedir perdón.
Aprendimos una vez más en la Argentina, y por si quedaba alguna duda, que el fin justifica los medios y que el Estado es el gobierno.
Aprendimos que la entrega del poder se realiza de una u otra manera, dependiendo que de quien gane. No es lo mismo entregar el poder a un presidente que va a defender los intereses nacionales, que entregárselo a un presidente como Macri que viene para hacer negocios y firmar contratos secretos con Chevron.
Aprendimos que un presidente saliente puede ser capaz de decir que no entrega personalmente el poder a un presidente entrante porque tiene que llegar a tiempo a la fiesta de su cuñada. Posta. Crease o no.
Descubrimos que aquel Víctor Hugo que admiramos durante años terminó siendo este desmesurado delirante que el martes 8 de diciembre de 2015 a las 9.25 AM pasó a la inmortalidad con una frase inolvidable: “Ya está, ya ganaron, ya dieron el golpe blando con el argumento de la democracia”. ¿Qué tal? Ni Donald Trump se hubiera animado a tanto.
No hay mucho más para decir. Hace rato que Ella se fue. Pidió 100 hombres armados como custodia permanente. Parece mucho, no? O está preocupada por la sensación de inseguridad o tiene pensado invadir Polonia.
En fin, fueron años difíciles. Innecesariamente difíciles.
En muchas oportunidades recordé una historia de mi viejo, cuando a finales de los 70 trabajaba en el Maipo porque la tele era un territorio prohibido para él.
Estaba esperando detrás del telón para el saludo final y mientras retumbaban los aplausos, Juan Verdaguer se le acercó y le dijo: “Algún día recordaremos esta época como aquellos viejos tiempos”.
Así será."