La falta de valores es sin duda una de las causas de lo que se llama la decadencia argentina, si así se puede llamar el declive que ha sufrido el país en las últimas décadas. En la Argentina muchos gobernantes son verdaderos impostores, no saben lo que deben saber para gobernar. Muchos factores confluyen en nuestra realidad social para configurar un cuadro verdaderamente preocupante para una nación que parecía destinada a ser una de las más prosperas y democráticas del mundo. Hemos fallado en algo: no somos prósperos y tenemos un símil de democracia. El sistema económico está desestructurado y el sistema político desarticulado bajo la hegemonía de un poder ejecutivo que todo lo puede, y todo lo anuncia. Pero también que todo lo olvida y nada cumple. Hay una verdadera manipulación de la opinión pública con una serie de ideas que se toman por ciertas y legítimas pero carecen de verdad. Una gran confusión nos inunda. El argentino en política ha olvidado que el objetivo es el bien común. Sin embargo los gobernantes, muchos o la mayoría de ellos, han dado rienda suelta a sus pasiones predilectas: el poder, la fama y la codicia. Lucio V. Mansilla, en el siglo XIX, dijo lo siguiente: "La Argentina es un país destinado a ser grande, pero su sociedad frívola y desarraigada lo impedirá".
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