Cuando en el otoño de 1896 murió el poeta William Morris, el más ilustre de sus discípulos y amigo, George Bernard Shaw, dijo que no se debía llorar su pérdida, ya que a un hombre como él sólo podríamos perderlo con nuestra propia muerte. Hoy, en 1965, cabe decir lo mismo de Winston Churchill. A pocos hombres les ha deparado el destino una vida más compleja, más honrosa y más valerosa. De antigua estirpe militar, descendiente de aquel Marlborough que a orillas del Danubio derrotó a las armas de Francia, Churchill sirvió en las guerras imperiales de la era victoriana; tiene el valor de un símbolo el hecho de que participara en 1898, en la que acaso fue la última carga de caballería que registra la historia, la de los húsares de Kitchener, contra las huestes del Mahdi, en el Sudán. Escribió los azares de esas campañas como escribiría después los de las dos vastas guerras ulteriores que desgarraron el mundo. La biografía de sus mayores atraería también su pluma, así como la historia de Inglaterra, de sus gentes, sus mares y sus conquistas. En la Cámara de los Comunes pasó de la premeditada oratoria a la elocuencia enérgica y espontánea. Según se sabe, la eficacia de la marina británica, que a partir de 1914 cerró a Alemania los caminos del mar, fue en gran parte su obra. Pero su hora más alta le llegó con la segunda guerra mundial. Había sido soldado e historiador, periodista y político. En la hora trágica de Inglaterra fue, de algún modo, los millones de hombres anónimos, valientes y modestos que no se arredraron ante el incendio que descendía de lo alto. No prometió fáciles triunfos: habló de sangre, de sudor y de lágrimas. Cuando la sombra de un dictador victorioso cayó sobre la isla, Churchill repitió que Inglaterra, al cabo de diez siglos, mantuvo la oferta que un rey sajón hizo a un rey noruego: seis pies de tierra y no más…
Al combatir por su Inglaterra, Churchill combatió por todos nosotros; su batalla fue esa eterna batalla de las libertades humanas que se ha llamado Salamina y Valmy, Saratoga y Junín, y cuyos nombres venideros no nos han sido aún revelados.
No basta lamentar su muerte con la palabra o con el mármol; es necesario que seamos dignos de su alta y ardua memoria. Ojalá ya exista alguien en el mundo que pueda proseguir su labor.
Texto de Jorge Luis Borges publicado en La Nación, Buenos Aires, 28 de enero de 1965, a 4 días del fallecimiento de Winston Churchill.
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