No hace mucho el mundo se dividía en winners (ganadores) y losers (perdedores). Los que encendían la admiración de todos, claro, eran los privilegiados del primer grupo: los que se quedaban con la chica/el chico más linda/lindo del baile hacían una carrera meteórica o resultaban beneficiados una y otra vez por la rueda de la fortuna.
Pero en este mundo cambiante, ahora se impone el discreto encanto del fracaso. Hace unas cuantas semanas, Astro Teller, director de X, la compañía fundada por Google para atacar los grandes desafíos del presente, sorprendió a un grupo de periodistas llegados de los cuatro puntos del globo afirmando que, en ese ámbito en el que se desarrollan desde autos autónomos hasta un sistema para llevar Internet por globo hasta los rincones más recónditos, lo celebran con fruición: "Queremos personas que no teman equivocarse. Cometiendo errores, progresamos -dijo Teller-. De ese modo, nuestras ideas se fortalecen más rápido o las descartamos y avanzamos hacia otras nuevas".
Lo de Teller ya no es una extravagancia. Hasta la comunidad científica está pidiendo que se publiquen no sólo los resultados positivos de los experimentos, sino también los negativos. El último número de la Smihtsonian Magazine, por ejemplo, comenta una muestra de inventos que fracasaron estrepitosamente. Entre ellos, My Friend Cayla, una muñeca dotada de reconocimiento del lenguaje y software de traducción automática, que puede entablar un diálogo en tiempo real. Fue puesta a la venta en 2015, ganó el premio a la innovación de la British Toy and Hobby Association, pero terminó siendo prohibida en Alemania bajo el cargo de ser un "objeto de espionaje" (por la falta de seguridad de su conexión Bluetooth).
La colección que actualmente se expone en Los Ángeles integra el Museo del Fracaso, iniciativa de un ex investigador de la Universidad de Lundt, Suecia, Samuel West, y reúne creaciones prometedoras que terminaron en el olvido. West justifica su emprendimiento diciendo que "cada fracaso es espectacularmente único, mientras que el éxito es repetitivo hasta la náusea". Entre los objetos que exhibe se encuentran el grabador de video Sony Betamax, la pantalla de mensajes Newton, de Apple (que algunos consideran la tatarabuela del iPhone) y el Google Glass, intento fallido de incluir la Web en un par de anteojos.
En su encantador Historias de fracasos y fracasados que cambiaron el mundo (Paidós, 2017), Demian Sterman recopila varios que asombran. Entre muchos otros, figura el del Parque Güell, el espacio abierto recreativo más importante de Barcelona y que todos los años atrae a decenas de miles de turistas, hoy declarado patrimonio de la humanidad. Pensado para ofrecer un espacio exclusivo a la alta burguesía de su ciudad y proyectado en 1900 sobre 17 hectáreas por el célebre arquitecto catalán Antoni Gaudí, fue el chasco inmobiliario más grande de su época. De las casi 70 mansiones proyectadas sólo llegaron a completarse tres: una sería ocupada por Eusebio Güell; otra, la "casa Trías", comprada por su abogado, y Gaudí se quedaría con la que se había levantado de muestra.
Seguramente el mayor "gurú" de las dimensiones positivas del fracaso debe ser Tomas Alva Edison, el inventor de la lamparita eléctrica, al que Sterman también le dedica un capítulo. A los tres meses de haber ingresado a la escuela, un maestro ya lo había calificado como "alumno improductivo y estéril".
Aunque fue autor de más de mil patentes, cada prueba que fallaba, según su visión, le daba más herramientas para avanzar y le indicaba un nuevo rumbo. Ya son un clásico las más de cien frases que Edison le dedicó a todo lo bueno de fallar. Una de las más inspiradoras y que cada vez suena más actual es: "No fracasé. Encontré diez mil maneras que no funcionan". Finalmente, llegó el éxito del fracaso.
El artículo es Nora Bär de La Nación.
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