Venezuela ha ganado una fortuna con el petróleo, pero esa riqueza no repercutió en la gente. En la década de los ochenta, tras años de especial bonanza petrolera, los índices de pobreza ascendieron hasta devorar al 80% de la población. O sea que la oligarquía actuó de un modo miserable. De aquellos polvos vienen estos lodos. El chavismo dio esperanzas a los desesperados y sin duda ha hecho cosas buenas. Pero eso no lo justifica todo, porque puede haber avances hasta en dictaduras (Franco creó la Seguridad Social); el peligro es el precio que acabas pagando. En Venezuela hay muchos problemas: desabastecimiento de productos básicos, una criminalidad espeluznante... ¿Acaso no tiene derecho la gente a protestar? Da miedo un Gobierno que reprime las manifestaciones con tal ferocidad; que causa al menos ocho muertos y 137 heridos; que amordaza a los periodistas; que utiliza el casposo recurso de acusar a la oposición de ser agentes imperialistas. “El Gobierno ha adoptado abiertamente las tácticas habituales de los regímenes autoritarios y ha encarcelado a opositores, censurado medios de comunicación e intimidado a la sociedad civil”, dice la prestigiosa Human Rights Watch. ¡Por no hablar de ese Ministerio de la Suprema Felicidad Social del Pueblo que parece sacado de Corea del Norte! También me sorprende el apoyo ciego que cierta izquierda española parece ofrecer a Venezuela, como si volcaran en ese país la emocionalidad acrítica que antes dieron a Cuba. Lo hacen con la mejor de las intenciones, pero también, me temo, con la pereza intelectual y ética de no querer saber. Con el anhelo de encontrar un nuevo paraíso de la izquierda. Pero yo pienso, como Gramsci, que la verdad es revolucionaria; y que los paraísos de la Suprema Felicidad Social no existen en la Tierra. Cuando alguien los proclama, acaban siempre llenos de sufrimiento y sangre.
Sin paraísos, de Rosa Montero.
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