Copiado de El vino de la Independencia.Al igual que la sociedad argentina, la industria vitivinícola se forjó a imagen y semejanza del Viejo Mundo, con uvas, métodos y denominaciones europeas, llegando a ser uno de los cinco productores de vinos del mundo de la historia.Fue así que hasta finales del siglo XX los vinos nacionales más admirados y consumidos tenían mucho más que ver con la influencia de los importados; aunque a nadie le preocupaba ya que se vendía todo lo producido.
Pero esa dependencia vínica se transformó en independencia gracias a una cosa; mejor dicho, a una uva: Malbec. Es cierto que su origen es francés y que llegó al país casi de casualidad; introducida (entre otros cepajes) en 1853 por Michel Aimé Pouget a pedido de Sarmiento. Pero acá se adaptó tan bien; mucho mejor que en su lugar de origen; que se convirtió en un as de espadas.
El comienzo del siglo XXI fue el puntapié inicial para lograr que el Malbec sea sinónimo de Argentina, aunque es un proceso muy dinámico y que está en pleno desarrollo.
El principio fue con vinos muy concentrados, cargados y potentes, maduros y estructurados, con mucha presencia de roble. Pero rápidamente, los hacedores se dieron cuenta que ese no era un estilo propio sino apenas un intento para impactar al consumidor global; que por cierto duró poco. Así comenzaron a llegar vinos más frescos y tomables, también concentrados pero en sus expresiones, y poco a poco el roble dejó de ser la gran protagonista para pasar a ser un importante actor de reparto.
Hoy, el presente y el futuro del vino argentino depende fundamentalmente del Malbec. No solo por ser la uva tinta más plantada (42.000 has) sino por ser el vino más producido, consumido internamente y exportado. No hay dudas que es el mejor que elaboran agrónomos y enólogos, además de ser el que demuestra mayor potencial.
Porque los Malbec de hoy, apoyados en un carácter frutal tan propio como atractivo, logran ser el mejor vehículo para expresar un lugar o un paisaje, siempre interpretados por un hacedor, y así llegar a ser únicos. Además, por sus condiciones naturales, se encuentra muy bien adaptado en todas las regiones vitivinícolas del país. Y está demostrado que con Malbec se pueden hacer desde rosados y tintos ligeros agradables, hasta grandes vinos complejos de guarda.
La diversidad que propone hoy el varietal, en todos los segmentos de precio, merece el respeto y admiración de los consumidores más exigentes, y de los profesionales del vino del mundo entero. Pero lo importante, más allá del éxito comercial, es el verdadero significado del Malbec para el país. Porque hay pocas uvas que tienen gran reconocimiento internacional, y se han convertido en variedades globales, sin que ello signifique la pérdida del prestigio de su origen. Muy por el contrario, a mayor oferta internacional de un vino, mejor apreciación del mismo de su país de origen. El ejemplo más evidente es el Cabernet Sauvignon, que surgió en Burdeos (Francia), y se elabora en casi todos los países vitivinícolas con mucho éxito. Pero los mejores exponentes, los más admirados y por los que más se pagan, siguen siendo los Grand Cru Classé franceses. Algo similar sucede con el Chardonnay y el Pinot Noir (también franceses), y con el Syrah que los australianos estuvieron cerca de lograr posicionar.
Hoy, el Malbec asoma con serias posibilidades de lograr conquistar al mundo. Ya se elabora con mayor entusiasmo en Cahors, su cuna en Francia, y en pequeñas cantidades en Chile, Estados Unidos y Australia, entre otros.
Revelar sus secretos, formar profesionales y compartir sus experiencias para que la variedad pueda adaptarse en otros terruños del mundo, es la gran decisión que tiene por delante la industria, si quiere que el Malbec alcance el status de variedad global, impulsando a la Argentina y permitiéndole competir de igual a igual con los mejores vinos del mundo. Algo que sería imposible sin tener una variedad de bandera como el Malbec, que permite demostrar al mundo la independencia (vínica) argentina.