Un politólogo curtido en el arte de analizar los números fríos se quedó los otros días directamente helado en las oficinas del Banco Mundial. Allí exponían un escrupuloso trabajo sobre la performance de las naciones a lo largo de los últimos setenta años. En una lista de doscientos países, el Congo encabezaba el ranking de los que más tiempo habían sufrido recesión; la Argentina ocupaba el segundo lugar, seguido por Irak, Siria y Zambia. En los otros cuadros del desempeño económico mundial, los argentinos aparecíamos una y otra vez dentro de los renglones más calamitosos. El politólogo, que es muy exitoso pero que tiene tres hijos pequeños, pensó en la intimidad si debía correr el riesgo de seguir viviendo en esta tierra de recurrente decadencia, o si tenía la responsabilidad de emigrar por el bien de ellos. "Lo más difícil es explicarle al mundo cómo generamos esta pobreza en un país de superabundancia", cuenta un colega suyo, que viaja seguido a Europa para intercambiar información con especialistas.
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Miles de argentinos que viajan a Estados Unidos y a Europa regresan admirados por los efectos de su prosperidad, pero no bien ponen un pie en Ezeiza se abandonan a las supersticiones automáticas del nuevo inconsciente colectivo, que consiste en hacer exactamente lo contrario de lo que hicieron las repúblicas que salieron adelante. Este repertorio de creencias regresistas, este verdadero lavado de cerebro que nos procuramos, explica por qué teniéndolo todo nos quedamos con casi nada, y por qué compartimos el cartel de la lágrima con el Congo y con Irak.
Copiado de El decadente "sentido común" de los argentinos.
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