Durante el siglo XX la humanidad fue testigo de la consolidación de los valores de la Ilustración. Habrá comenzado con la Carta de los Derechos de 1689 en Inglaterra, habrá tenido su expansión con la Revolución Americana de 1776, la Francesa de 1789 y la Independencia de América durante las primeras décadas del siglo XIX, pero la superación de las pruebas de fuego se dio con los resultados a largo plazo de dos guerras mundiales.
44 años más tarde del final de la última, el colapso de la Unión Soviética llevaría al resto del mundo el sistema capitalista. La parte del liberalismo humano se les pasó, ya que no son de comulgar mucho con los derechos humanos, pero nadie puede resistirse a clavarse un Big Mac en la Plaza Roja. Todavía hay quienes creen que la guerra fue por el temita de la obsesión de Hitler con los judíos, pero nadie dimensionó el alcance del horror hasta la irrupción de los Aliados en los campos de concentración. La última guerra fue, básicamente, por una forma de vida. La larga disputa entre capitalismo y comunismo que le siguió, confirmó la idea.
Siglos de guerras civiles y entre coronas para llegar a un consenso mínimo de qué se deseaba –que nadie nos joda más que lo suficiente para garantizar nuestra libertad– seguidos de otro siglo de guerras para crear países nuevos en los que todos fueran iguales ante la ley, continuados de otro siglo de guerras calientes y frías para lograr imponer una forma de vida irresistiblemente atractiva, y todo para que hoy, a 330 años de la primera manifestación, a 230 de la declaración universal de los derechos del hombre, a 133 de la separación de la Iglesia y el Estado en la Argentina, y a 30 de la caída del Muro de Berlín estemos discutiendo nuevamente cosas que hasta ayer estaban saldadas.
Copiado de Cómo explicarle a los hijos que tienen que vivir en un país partido en gajos.
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