A menos que usted sea un barbudo roñoso que anda con el pelo hasta los hombros, se supone que cada tanto va a la peluquería, se acomoda en el sillón y se entrega ciegamente a un tipo que viene con tijeras, navajas, maquinitas y todo lo necesario para degollarlo en un segundo. Sin embargo, con todo el riesgo que esto significa, seguimos yendo al peluquero. Generalmente vamos al mismo porque, habiendo verificado que el tipo es inofensivo, para qué arriesgarse con uno nuevo. Confiás en él. Te sentás, te corta, le garpás, te vas hecho una belleza y de ese modo el tipo labura, mantiene a su familia y cierra el círculo virtuoso de esta convención entre peluquero y cliente. Si la gente no confiara en él, no existirían las peluquerías y seríamos todos una manga de barbudos roñosos con el pelo hasta los hombros. Lo mismo pasa con la economía. Todo se basa en la confianza. Si no, ¿por qué otra razón usted depositaría la guita en un banco, o invertiría en un proyecto o le compraría un bono al Estado Nacional o a YPF, por ejemplo? Sin embargo, de tanto pelear y de tanto perder batallas, el Gobierno ha entrado en una etapa dramática: hagan lo que hagan y digan lo que digan, ya no le cree nadie. Ni siquiera cuando tiene razón. Habernos engrupido durante años sobre tantas cosas, incluidos los datos básicos de inflación y pobreza, no es gratis.
Copiado de Ojo que se nos vienen los noruegos, de Alejandro Borensztein.
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