El fascismo, el socialismo, el populismo y el progresismo tienen la misma prédica y generan iguales consecuencias en la sociedad. La paralizan, la vuelven pusilánime, la convencen de que enormes peligros la acechan y la destruirían si no se uniesen en una masa que delegase su destino en los infalibles conductores y los protegiesen de un malvado enemigo interno o externo. Y por supuesto, le prometen la felicidad y la soberanía. (Releer Orwell, 1984) El sindicalismo, cuando actúa como unicato y como ente paraestatal, tiene similar efecto.
El estatismo es la herramienta de esa prédica y las leyes compulsivas su reaseguro. Por las dudas el individuo no se comportara como el sistema quiere, se legisla la obligatoriedad jubilatoria y de salud, la del voto, la de la huelga vía prepotencia, la de los contratos laborales, se limita la importación –triple proteccionismo sindical, empresario y estatal– y cuando por casualidad la democracia intenta romper los grillos, se la congela y se recurre a burocráticos entes supranacionales o tratados inventados para neutralizarla. Y cuando, raramente, los entes deciden en contra, se los execra, como saben Luis Almagro y la pobre Venezuela. Las explicaciones de la Intendencia de Montevideo argumentando que la cantidad de shoppings autorizados es suficiente y sirve para impedir el consumismo son, más que orwellianas, chaplinescas.
El individuo es así educado, o deseducado, domado deliberadamente para que se sienta impotente, sin valor, discapacitado para proveerse el sustento, para disentir, para ser independiente, para ser persona. Por si eso no bastara, se lo acostumbra al subsidio, la dádiva, los planes de “trabajo”, la pensión, la jubilación fácil, el empleo público vitalicio. Ve al mundo externo como su enemigo, igual que a su empleador o a la tecnología.
En tal contexto, la libertad es percibida como un peligro, la competencia como un virus mortal, el mercado es kryptonita, la apertura comercial se equipara a la miseria. Sólo más estado y más controles parecen poder salvar a una sociedad sin hormonas y sin agallas.
Por eso la prédica genuina desaparece. Mucho más en épocas electorales. Los candidatos temen proclamar sus ideas, no ya sus planes, a una ciudadanía apichonada e insegura, que se siente amenazada por cualquier proyecto que la saque de su jaula, de los barrotes que percibe como seguridad, no como cárcel. Políticamente es comprensible. No es fácil convencer a más de la mitad de la población de que le conviene perder la protección del estado para correr los riesgos propios de la libertad. Por eso las propuestas son dialéctica, simples relatos. Frases. Porque es imposible mezclar los dos paradigmas: el pasado y el futuro no se unen en ningún punto de continuidad o inflexión. Son paralelas eternas.
La columna de la semana pasada proponía ante ello dar un salto cualitativo hacia adelante, producir una virtual escisión, una secesión socioeconómica. Una zona franca que abarcase a todo Uruguay y a toda una rama de actividades nuevas, mil veces más potente y multiplicadora que cualquier UPM, símbolo maquillado del viejo criterio. Crear un mundo nuevo de oportunidades sin romper el mundo viejo de protección estatista y pañales legislados. Empezar una sociedad paralela con otro juego de reglas sin eliminar la antigua, y sin que el viejo paradigma aborte al nuevo. Lo que también permitiría demostrar las ventajas de una nueva y distinta alternativa, algo imposible desde la teoría.
Al día siguiente de la publicación de la columna, también El País de Madrid publicó una nota que resume las inquietudes de las empresas innovadoras tecnológicas de España, por extensión de Europa, que reclaman la aplicación de un criterio muy similar al propuesto: un mundo legal y conceptual diferente al viejo modelo. Que se adapte a las necesidades de los nuevos protagonistas, de los jóvenes, de las futuras sociedades, de los nuevos modos de generar riqueza y bienestar y de los nuevos modos de vivir.
Las empresas nuevas no son ya Amazon y Apple, son millones de jóvenes que se agrupan para desarrollar sus ideas, con desparpajo, con coraje, con audacia, a veces con locuras o con fracasos. Pero que eligen ese camino. Perseveran. Vuelven a fracasar, pero insisten. Y de ese modelo la humanidad se beneficia. Un modelo de libertad, con sus pros y contras. Y los países que avanzan y que aumentan su bienestar son los que les allanan el campo para realizarse, expandirse y revolucionar.
Quienes se escandalicen por la propuesta de la columna, debieran leer, para escandalizarse más aún, el título del artículo del diario hispano:
“Las empresas reclaman un campo de pruebas alegal en el que poder innovar”. El término “alegal” luce suficientemente explícito y revulsivo como para explicarlo.
Aquellos que no quieran tomar riesgos, ni salir de la comodidad del manto protector del estado y el resentimiento, no deben preocuparse. Ese modelo obsoleto continuaría –en la propuesta de la columna– y ni siquiera obligaría a sus defensores y usuarios a trabajar. Sólo se pretende que no maten el futuro antes de nacer, y que permitan trabajar, innovar y vivir a su modo a los que elijan hacerlo en el nuevo proyecto.
No muy distinto a lo que pasa en China y en India, que están saliendo a pasos gigantescos de la pobreza con estos modelos de sociedades paralelas, donde la nueva va rescatando a la vieja de la indigencia vergonzosa en que fuera sumida por siglos. Claro que muchos descalifican lo que hace India diciendo que aún quedan pobres, y lo que hace China diciendo que es un sistema comunista. Un sistema comunista que lentamente, como buenos chinos, está entendiendo los beneficios de la libertad.
Copiado de El atraso, una oportunidad
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