Con lucidez, Borges vio en el nazismo la excrecencia de un mal mayor y más extendido: el nacionalismo. Lo denunció siempre, en la cultura y en la política, de una manera explícita y con esas cáusticas sentencias de su invención que, a la vez que sintetizaban en pocas frases un complejo argumento, demolían de antemano toda posible refutación. A menudo se burlaba de esos "turbios sentimientos patrióticos" que servían para justificar la mediocridad artística: "Idolatrar un adefesio porque es autóctono, dormir por la patria, agradecer el tedio cuando es de elaboración nacional, me parece un absurdo". Nada le provocaba tanta indignación como que lo acusaran a él, a Victoria Ocampo, o a Sur de "falta de argentinidad". Esa acusación, escribió luminosamente, "la hacen quienes se llaman nacionalistas, es decir, quienes por un lado ponderan lo nacional, lo argentino y al mismo tiempo tienen tan pobre idea de lo argentino, que creen que los argentinos estamos condenados a lo meramente vernáculo y somos indignos de tratar de considerar el universo".
Por eso, el Borges que declaraba "yo abomino del nacionalismo que es un mal de época", defendió con consecuencia lógica la opción contraria —"sentir todo el mundo como nuestra patria"—, una opción tan írrita a la izquierda como a la derecha, adversarios en muchas cosas pero con frecuencia atizadores del "sentimiento nacional" y a menudo del patrioterismo demagógico. En un homenaje póstumo a Victoria Ocampo, Borges fue muy explícito en su vocación de ciudadano del mundo: "Ser cosmopolita no significa ser indiferente a un país, y ser sensible a otros, no. Significa la generosa ambición de querer ser sensible a todos los países y a todas las épocas, el deseo de eternidad..."
Borges político, por Mario Vargas Llosa.
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