Una sociedad en la que el delito que está a la vista de todos queda impune también a la vista de todos está moralmente quebrada. Lo que se vio el miércoles en la Cámara de Diputados fue lisa y llanamente un encubrimiento. No alcanzan para disfrazarlo las apelaciones a la Constitución o a la perversidad del actual gobierno que impostaron aquellos que votaron contra la expulsión de Julio De Vido de la Cámara, que así va camino a convertirse en un aguantadero donde, además del ex ministro de Planificación, buscarán cobijo Carlos Menem, Cristina Kirchner y una lista larga de kirchneristas en apuros. Son los beneficios de un sistema metódicamente neutralizado por dentro por aquellos que durante 12 años jugaron el juego de la corrupción y el saqueo.
Quienes dieron su voto para salvar a De Vido fueron cómplices de la impunidad. Y lo festejaron, también, a la vista de todos. Eso aquí lo llamamos hacer política. Anestesiados por una dosis creciente de cinismo, después del recuento de votos nos dedicamos a especular sobre quiénes ganaron y quiénes perdieron con la sesión, como si se hubiera tratado de un debate de alto nivel sobre problemas de fondo o como si estuviéramos ante una puja electoral entre dos fuerzas democráticas y republicanas. No queda más remedio, dirán algunos, pues es lo que hay. Pero el espectáculo fue otro. En verdad, asistimos a la comprobación de lo bajo que ha caído el sistema institucional del país, todavía en parte cooptado por un kirchnerismo que se quiso quedar con todo, y que fue ayudado en esta oportunidad por la mayor parte del peronismo (¿no son acaso dos caras de la misma moneda, que gira y gira?) y una izquierda que se ampara en los principios para errar, siempre, con fundamento.
Copiado de Lo que dejó expuesto el salvataje de De Vido.
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